EXPRESIÓN ESCRITA

¡Cuidado!

Había ido a por un yogur y va a volver con una revelación que intentaba pasar inadvertida en esa atmósfera de cotidianeidad reinante

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Lo familiar posee calidades extrañas, como una sandía con sabor a naranja. Pese a que se reproduce sin pausa, de repente parece nuevo, sin estrenar, inédito. Una mujer se asoma, descalza, a la nevera. Un gesto cotidiano entre los cotidianos. No hallarán ningún elemento insólito en la imagen. No lo hay. Se trata de una cocina del montón, con su suelo cerámico del montón, y sus muebles de madera del montón, y su pequeña alfombra del montón, y su cesto de la ropa sucia del montón, y su triste planta sobre la nevera del montón. Tampoco podríamos calificar de raros los papeles pegados a la puerta del congelador, que se defienden con un vigor oscuro de ser arrojados a la basura. Una representación de lo doméstico que serviría también como apología de lo marciano.
Y es que una llamarada procedente del interior de la nevera congela la imagen y crea un juego de sombras y luces en el cuerpo de la mujer y en la zona del suelo donde tiene los pies, deteniéndose, al fondo, contra la superficie bruñida de una puerta. La luz es tan potente que sugiere, más que la existencia de una bombilla, la de una divinidad. Yo soy el que soy, le está diciendo alguien a la anciana desde el fondo del incendio. En otras palabras, que había ido a por un yogur y va a volver con una revelación que intentaba pasar inadvertida en esa atmósfera de cotidianeidad reinante. Empeño baldío. Imposible pasar los ojos sobre la imagen sin sentir una sacudida de extrañamiento. Lo más increíble es que esa escena asombrosa se repita en todo el mundo millones de veces cada día. ¡Cuidado al coger la cerveza!


La cigarra y la hormiga

En un extremo hallamos, lógicamente, al sujeto despatarrado y roncando, sin consideración alguna al esfuerzo que hacemos muchos cada día para que los planetas no se vengan abajo

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También es casualidad que el único que no mantiene la compostura sea el que lleva un traje más claro que los otros, como si su vestimenta le confiriera unas libertades vetadas al resto. Las cosas, si ustedes se fijan, comienzan a deteriorarse a partir del sexto individuo desde la derecha, que ya está claramente separado de los anteriores. Además de la brecha corporal, está el asunto de las manos, que no las tiene colocadas como sus compañeros, sino cruzadas sobre su regazo, como si perteneciera a otra orden religiosa, a otra secta, quizá a otra categoría social. No tenemos ni idea, vamos a ciegas, como en casi todo. Observen que detrás de su pie izquierdo, medio oculto por este y por la pata de la silla, se aprecia la existencia de lo que podría ser un vaso de plástico en el que quizá se acaba de tomar un café. Pero ha ocultado el recipiente para no producir mala impresión, cosa que al de su derecha le importa un pito. Ahí está su vaso, a la vista de todos, provocando en el universo un desorden al que permanece ajeno, atento como vive a los mensajes de su móvil. Por si fuera poco, tiene, al contrario del resto, las piernas cruzadas de un modo que rompe también el equilibrio universal que intentan mantener los cinco primeros individuos de la fila. La entropía, en fin, avanza imparable hacia la izquierda de la imagen, en cuyo extremo hallamos, lógicamente, al sujeto despatarrado y roncando, sin consideración alguna al esfuerzo que hacemos muchos cada día para que los planetas no se vengan abajo. Otra versión de la cigarra y la hormiga.

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